
Duelo y cuerpo en la era digital
“Los ritos por los cuales nosotros satisfacemos eso que se llama la memoria del muerto, ¿qué es sino la intervención total, masiva, desde el infierno hasta el cielo, de todo el juego simbólico?” (Lacan 1958-59/2014, p.131).
Es sabido que en el marco de la experiencia clínica se encuentra, a menudo, pacientes que vivencian duelos larvados, irresolubles y callados, con efectos melancólicos asociados a una serie de síntomas que comprometen el organismo (como la falta de sueño o de apetito, por ejemplo). En efecto, según lo formalizado en la 5ª edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, el duelo no excluye el diagnóstico de depresión. A partir de esta etiqueta, el Otro “científico” de nuestros tiempos impone una perspectiva patologizante del mismo y ofrece la solución del fármaco como la garantía de una vida con menos padecimiento. De modo que, a la necesidad milenaria del duelo como un fenómeno espontáneo, ritualizado y manifestado dramáticamente, le ha sucedido, a la luz del siglo XXI, su total interdicción. En esa vía, se le exige al sujeto contemporáneo un control de sí mismo; que disfrace su pena y que renuncie a retirarse en una soledad que lo traicionaría, para de tal manera continuar sin interrupción su vida social, laboral y de ocio.
Por su parte, el psicoanálisis, en tanto método de investigación y método psicoterapéutico, ha otorgado un papel preponderante a la experiencia de la pérdida en la constitución subjetiva y, en ese sentido, se enfrenta permanentemente a la necesidad de pensar y re-pensar este fenómeno en relación a las condiciones de cada época. Para Freud, (1915), el duelo es “la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.” (p.241). Se trata de un acontecimiento que conlleva a un estado de fragilidad psíquica, un trabajo que, si bien en algún momento finaliza, implica un proceso que produce dolor, un gasto de energía y tiempo. Queda claro, entonces, que la elaboración de la pérdida de un objeto de amor no puede llevarse a cabo sin que medie el sufrimiento. No obstante, en la actualidad lo que importa es que el sujeto que atraviesa una pérdida no deje traslucir las propias emociones. Así, en lugar de permitirle un tiempo para que tenga lugar el trabajo de duelo, se lo exhorta a estar lo antes posible en un completo estado de bienestar.
La elaboración de la pérdida como trabajo del duelo, aparece por tanto ligada a un reordenamiento, una reorganización simbólica que involucra la tarea de responder las preguntas que la muerte instala en el sujeto. Pues esta, aún en su carácter desgarrador, permite un margen en el que se sostiene la interrogación. Es en el tránsito para hallar una respuesta, que le es posible al sujeto ir descubriendo sus propias marcas presentes en el objeto perdido, para así ir reconstruyéndolas paso a paso. Es menester hacer hincapié en el matiz simbólico que aquí se menciona, pues esto remite de manera directa a la noción de cuerpo. El orden médico, por ejemplo, suele equiparar cuerpo y organismo y, desde esta perspectiva, la muerte se reduce a una cuestión que se entremezcla con los procesos que se desarrollan en la materia inanimada. No obstante, como el psicoanálisis se ha empeñado en puntualizar, el cuerpo es algo mucho más complicado que lo que consideran los anátomo-biólogos (Lacan, 1973). Se trata de una construcción que se hace únicamente a partir del encuentro con el otro, que va más allá de la necesidad biológica. Aquello que permite decir tengo un cuerpo, tomarlo como atributo y no como ser, es el hecho de que, en tanto seres atravesados por el lenguaje, podemos prescindir de él. De modo que la identificación con nuestro cuerpo está mediada por el lenguaje en tanto nos tenemos que identificar con lo que se nos dice de él y, desde esta perspectiva, podemos decir que los animales no habitan un cuerpo, sólo son un organismo, pues en ellos no se pone en juego ningún proceso de subjetivación.
En este orden de ideas, se reconoce que la relación que establece una persona con otra está mediada por lo simbólico; implica construir la imagen del cuerpo del otro, así como actualizar la propia. Las huellas que quedan como saldo del amor operan entonces como reminiscencias de la presencia del otro. Si acordamos con ello, hemos de sostener que que el trabajo posible no es por el duelo por el organismo que ha dejado de existir, sino por aquello que significó ese otro para cada uno. De esta manera, el duelo implica desatar cada uno de los amarres que se habían forjado con la imagen del objeto amado, re-ordenar el sentido de las marcas que éste dejó en el propio cuerpo en términos simbólicos, esto es, modificar la relación libidinal que nos unía a él, para disponer del lugar vacío que ha quedado para que advenga, una vez aceptada la pérdida, la posibilidad de recuperar la relación con el mundo circundante, de subjetivar la pérdida para que se pueda convivir con ésta, y así lanzarse nuevamente al juego de la vida.
No obstante, es importante subrayar que, en tiempos modernos, la construcción subjetiva del cuerpo se ha visto sometida a todo un cúmulo de transformaciones en el orden social. El poderío de los adelantos tecnológicos, el furor de las redes sociales, el avasallador triunfo de los ideales de belleza y felicidad, así como el sobrecogedor empuje a buscar la satisfacción inmediata, han hecho que el cuerpo, con valor de exposición, equivalga a una mercancía integrada en el circuito de lo que se puede producir, vender, trasplantar, almacenar o comercializar. En consecuencia, los modos de hacer lazo con el otro se trastocan; no se busca amar al otro en su alteridad sino consumirlo. Un ejemplo de ello se constata en las formas de “comunicación” contemporáneas: Facebook, Whatsapp, Instagram, etc., aparecen como medios para intentar aproximarse al otro tanto como sea posible. Empero, con ello terminamos por no tener nada del otro, lo hacemos desaparecer en tanto sujeto al reducir su cuerpo a una cuestión imaginaria. En esa vía, se construyen relaciones frías e insulsas, libres de angustia y de espontaneidad. De ahí que deban engendrar ante todo sentimientos agradables. Están libres de la negatividad de la herida, del asalto o de la caída. En suma, la era de la hiper-conexión, “dominada por el poder, en la que todo es posible, todo es iniciativa y proyecto, no tiene ningún acceso al amor como herida y pasión”. (Byung-Chul, 2014, p. 25).
Ahora bien, si tenemos en cuenta que existe una coyuntura fundamental entre el trabajo del duelo y el cuerpo, podemos decir que las lógicas que se erigen en la actualidad operan como obstáculos al apuntar al declive de lo simbólico. En un medio en el que se promueve cada vez más a la satisfacción autística, sin la necesidad de recurrir a otro, la apelación al ritual se ve desacreditada. Por lo mismo, hoy en día es más factible que alguien que experimenta el dolor de la pérdida, reciba un posteo, un tuit, un mensaje por Whatsapp, una reacción en Facebook ante la manifestación de lo insoportable, en lugar de una palabra, la calidez de un abrazo, o la oportunidad de ser escuchado. En este panorama, la significación de la presencia del semejante como una pieza fundamental en el trabajo del duelo se desvanece.
Los efectos de estos modos de relación no se han hecho esperar. Nuevas prácticas sociales que apuntan a robustecer el narcisismo y a evitar el encuentro con el otro han empezado a cobrar toda su fuerza. Así, tendencias emergentes como la sologamia (celebrar una boda con uno mismo), la venta de robots sexuales (por montos que superan ya los 15.000 millones de dólares), o nuevas generaciones signadas con el nombre de hikikomori (término utilizado para describir a la gente joven que se aísla y encierra en sus hogares, cancelando para siempre la posibilidad de contacto directo con el mundo exterior), son algunos de los ejemplos que anuncian un futuro desolador para la eficacia de los símbolos en la escena de la economía del duelo, un porvenir destinado a la presencia de organismos que no devienen cuerpo al evitar ser agujereados por las marcas del otro.
Y bien, ¿cuáles serían las condiciones, las modalidades que propiciarían al sujeto contemporáneo sortear esta operatoria que supone el trabajo de duelo, el encuentro con lo real de la muerte? Desde el psicoanálisis se advierte la importancia de no desdeñar la inexorable e imperante necesidad de la presencia de lo público a través del Otro social, que permita el reconocimiento de la pérdida, la instalación del ritual como pasaje e inscripción, así como la posibilidad de lo privado referido al tiempo que el duelo requiere para su tramitación, entendiendo que el pasaje de un tiempo a otro no debe reducirse a horas, meses, o años, sino pensarse a partir de operaciones lógicas que posibiliten ese movimiento. Para ello se hace necesario que el sujeto pueda renunciar al carácter de víctima dolorosa, cuestión que sólo es posible si se le ofrece una invitación, por medio de la palabra, a que se amarre nuevamente de lo que puede y con lo que puede. Un espacio en el que tenga cabida el dolor y la posibilidad de elaborar un saber hacer con la pérdida, en el que el sujeto aprenda a no desesperar los interrogantes, que siempre son un prólogo para escribir, para trazar el comienzo de una historia nueva y menos lacerante, con ese a quien se amó.
Referencias
Byung, C.H. (2015). La agonía del Eros. Argentina: Herder Editorial.
Freud, S. (1915). Duelo y Melancolía. Temas de Actualidad. En J. L. Etcheverry (Traduc.) Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico Trabajos sobre metapsicología y otras obras (1914-1916): Obras completas, vol. XIV. Argentina: Amorrortu.
Lacan, J. (1958-59/2014). El Seminario. Libro 6. El deseo y su interpretación. Buenos Aires: Paidós.
Lacan, J. (1973). El Seminario. Libro XXI, Los no incautos yerran. Recuperado en: http://www.bibliopsi.org/docs/lacan/26%20Seminario%2021.pdf