
Navidad: entre utopía y desencanto
Casi con desánimo se pronuncia hoy: “felices
fiestas”. Se viven aún los embates de la pandemia; la lealtad ha dejado de ser
convincente; la gente está ávida de cambio y el mercado es demasiado dinámico
para permitir hacer las cosas del mismo modo el año que viene; la vida se vive
con impaciencia; se afianzan las ratas de centro comercial, como diría Sennett,
y los amores líquidos, como expresa Bauman.
No obstante, la navidad
no nos deja indiferentes. Está ahí
para evocar esa sensación difusa de que algo va a pasar, como una idea de
felicidad y de recuperación de cierto paraíso perdido. Atmósfera, entonces, que
mantiene en muchos esa sospecha de humanidad; el deseo, si se quiere, de creer
en ella.
Ahora bien, lo que se observa hoy en consulta y
aún fuera de ella es la generalización de un desencanto frente a la navidad. “Ya
no es como antes”, suele ser la consigna que muchos viven con cierta mezcla de
nostalgia y melancolía. Tal desencanto cobra el rostro de la resignación y la incredulidad;
una fuerza que socava la utopía y a su elemento fundamental, que es la
esperanza. En ese sentido, abrigar una esperanza, como quien sostiene una
ilusión, puede ser acaso una de las reconquistas que la navidad puede permitir.
Ello, sin duda, trascendiendo la idea de las fiestas como costumbre mantenida con
suave escepticismo, y concibiéndola como celebración de un acontecimiento al
que uno se abre valientemente para que suceda algo en nosotros y por nosotros, aun
cuando no veamos en ella más que un poco de romanticismo pueril y
de placidez burguesa. De manera que, mientras algunos puedan seguir viendo
en el año que culmina principalmente su primado de hecatombes, desilusiones y
fracasos, igualmente estarán quienes hagan refulgir el valor del mito como una
suerte de resistencia a la desilusión.
Empezar por retirarle a nuestros vínculos ese carácter
rutinario y obligado le devolvería quizá cierto entusiasmo a los encuentros por
estos tiempos. Por ello, creo importante no solo hablar de introspección, de
conocernos íntimamente, sino también de retrospección. Un gesto histórico que nos
vuelve a poner en relación con lo acontecido, tanto a nosotros como a los otros,
sin el afán de continuidad, del dejar atrás, de cerrar los ciclos, de no
dejarse interrumpir y poner entre paréntesis. Las fiestas de navidad pueden
servir de pretexto, en ese sentido, para trascender las formas individuales de
existir.
En suma, frente a estas demandas de júbilo colectivo que perfilan el tiempo de
navidad como una obligación a bañarse en la luz incandescente del amor, rebosar
de planes para el futuro, reír a carcajadas o terminar el año en apoteosis, es
posible contraponer una apuesta más modesta: corregir el desencanto con algo de
la utopía de mantenernos juntos, la ilusión inscrita como pretexto para estar
bien juntos, aun a pesar de todo lo que marca hoy una distancia insalvable con
el otro. Una apuesta para
seguir soñando, recordando que el verdadero sueño, como escribe Nietzsche, es
la capacidad de soñar sabiendo que se sueña.